El 21 de junio empieza de manera oficial el verano. Aunque el calor ya es un claro indicativo de su llegada, el elemento que realmente marca su inicio es el
solsticio estival. Al igual que ocurre con el verano, el comienzo del invierno está definido por un solsticio, y el del otoño y la primavera por sus respectivos equinoccios.
Más allá de señalar el principio de las estaciones, tanto los solsticios como los equinoccios son momentos concretos del viaje de la Tierra alrededor del Sol. Estos fenómenos ocurren porque nuestra órbita alrededor de nuestra estrella es elíptica (es decir, no es un círculo perfecto, sino que está ‘abombada’ por algunas zonas). Y no solo eso, además, el eje de nuestro planeta está inclinado, lo que provoca que la luz del Sol alcance la superficie la Tierra en ángulos distintos durante su rotación.
Existen dos momentos en los que el Sol alcanza su posición más alta en el cielo (visto desde la Tierra): en el solsticio de verano y en el de invierno. Ambos se contraponen en los dos hemisferios: cuando en el hemisferio norte es verano, en el sur es invierno; y viceversa. En el
solsticio de verano, el Sol se encuentra más cercano a uno de los hemisferios, provocando que el día sea más largo. En cambio, durante el solsticio de invierno, el hemisferio se encuentra más alejado, provocando que sean las noches más largas.
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Por el contrario, los equinoccios se originan en primavera y otoño. En ambos casos, el Sol está posicionado exactamente sobre un punto de la línea ecuatorial, por lo que la luz y el calor se distribuyen de forma similar en ambos hemisferios. Esto provoca que
los días y las noches duran lo mismo.
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Fuente: ABC ES
